El futbol, la tragedia y la vida después del terremoto de 1985 en CDMX
La mañana del 19 de septiembre de 1985 el entonces Distrito Federal vivió y sintió el poder de la tierra con un sismo de magnitud 8.1.

La Ciudad de México despertaba como cualquier jueves. O al menos eso parecía. El reloj marcaba las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985 cuando un rugido profundo, de entrañas, irrumpió en el silencio cotidiano. No fue un sonido cualquiera: era la tierra desgarrando su voz, un lamento que se sintió en los huesos antes de escucharse en los oídos.
Un terremoto de magnitud 8.1 quebró de golpe la calma de entonces Distrito Federal. En segundos, las avenidas se llenaron de polvo, los edificios se doblaron como papel, los cristales estallaron en un coro siniestro y la ciudad entera se volvió un tablero de ruinas.
Enrique Burak, de apenas 21 años de edad, estudiante y colaborador de Televisa, pensó en un inicio que era “otro temblor más”, la rutina inofensiva de una ciudad acostumbrada a moverse con los caprichos de la tierra. Pero bastaron minutos para comprender que la ciudad había mudado de piel. Roma, Doctores, Tlatelolco: barrios enteros sepultados bajo un silencio pesado, ese silencio que sólo deja la muerte.
“Tembló, y pensé que nada pasaría —recordaría después—. Pero cuando escuchabas el radio, entendías que la tragedia era enorme”.
Al sur, Raúl Sarmiento apenas había alcanzado a levantarse de la cama. Sus hijos dormían: uno recién nacido, otro aún con la fragilidad de la infancia. Al principio creyó que era un desperfecto en la antena, hasta que un golpe de realidad lo atravesó: la torre de Televisa se había desplomado. Con ella, también sus sueños recién estrenados de narrador deportivo.
Eduardo Bacas, mediocampista del América, descansaba en un hotel al oriente de la capital. El plantel estaba concentrado para enfrentar al Atlante en Semifinales del Prode 85. En el encierro del hotel, el movimiento pasó casi inadvertido. Nadie sospechaba que, afuera, el país se desgarraba. Encendió la televisión y se topó con imágenes imposibles: ambulancias desbordadas, calles en ruinas, una ciudad convertida en cementerio. Mientras tanto, en su mente bullía la misma pregunta que en millones de mexicanos: ¿Dónde están los míos? Su esposa estaba embarazada. No había teléfonos celulares. No había certezas.
Burak caminaba entre ruinas, con el polvo incrustado en la piel y el sonido metálico de sirenas atravesando la soledad de las calles. Cada paso era una confirmación de la tragedia. “Así era antes del 85: temblaba y no pasaba nada. Pero poco a poco, entendías que la tragedia era inmensa”.
Sarmiento, en cambio, vivía su propio descenso a los infiernos: avanzaba entre peseros volcados, tanques de gas estallando, policías gritando órdenes que nadie escuchaba. Al llegar a Chapultepec, el panorama era dantesco: la torre de Televisa derrumbada sobre una escuela. Piedras, ambulancias destrozadas, cuerpos atrapados.
“Era mi nuevo empleo, eran mis sueños… y de repente todo se derrumbaba”, confiesa.
Mientras Sarmiento contenía las lágrimas en medio de cuerpos sin vida y manos desesperadas removiendo piedras para rescatar sobrevivientes, Bacas se consumía en la incertidumbre: ¿Estaba viva su familia? ¿Podría conocer a su segundo hijo?
Ese jueves, la tierra habló con brutalidad. Y nadie salió indemne. El Distrito Federal dejó de ser ciudad y se convirtió en un teatro de sombras, en una herida abierta que, cuarenta años después, todavía palpita.
Continuará: mañana, las horas más oscuras tras el terremoto.
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