Cristina Romero, la mexicana que supervisa el mundo desde una cancha de tenis
La mexicana, con más de 25 años de trayectoria, es supervisora internacional de la WTA, el máximo rango en el arbitraje femenino.

Cristina Romero no es “una supervisora común y corriente”. En el universo del tenis, donde las jerarquías se miden en sets, años de vuelo y nervios de acero, Romero se ha ganado su lugar a fuerza de disciplina, criterio y una serenidad que solo tienen quienes saben exactamente lo que están haciendo.
“Es una carrera larga”, dice sin dramatismo. Y lo es. Empezó en los torneos más modestos, los que se juegan entre polvo, calor y líneas pintadas al amanecer. Ahí se forma la mirada. De juez de línea pasó a juez de silla, de ahí a árbitra revisora y con el tiempo, a supervisora internacional de la WTA, el máximo rango en el arbitraje femenino. Desde 2016, su nombre aparece en la logística y la organización de torneos que mueven a la élite del tenis mundial.
Pero su historia no empezó en una cancha. “Cuando yo era chica me gustaba la música”, cuenta. Estudió música clásica, pero un día cambió los pentagramas por las raquetas. “Empecé a jugar tenis social… pero de todas maneras no me van a ganar si no me sé las reglas”, recuerda entre risas. Ese instinto de precisión la llevó a tomar su primer curso de arbitraje. Hablaba inglés, estaba en preparatoria y en México —dice— “se hacían muchos torneos internacionales, así que necesitaban árbitros”. Ahí empezó su travesía.
Mientras estudiaba Relaciones Internacionales, Romero alternaba entre los exámenes universitarios y los torneos de Copa Davis o el Abierto Mexicano. Dos mundos que parecían lejanos, pero que terminaron cruzándose: “Mi carrera formal tiene mucho que ver con el tenis. Al final, el circuito es internacional: aplicas diplomacia, cultura, geopolítica. Todo está conectado”.
Hoy, como supervisora WTA, su trabajo va mucho más allá de la silla o la regla. Es la responsable de que todo funcione: que las canchas cumplan estándares, que haya médicos, doctores, fisioterapeutas, ambulancias, comida adecuada, horarios justos, protocolos de emergencia. Es la figura que garantiza que el torneo sea, literalmente, seguro y justo. “Tenemos protocolos ya preestablecidos. Desde qué pueden comer las jugadoras hasta qué hospital está a menos de diez minutos”, explica. Suena técnico, pero detrás hay una enorme carga humana: velar por la integridad de las deportistas, anticiparse al caos y resolverlo sin que nadie lo note.
Su experiencia no se limita a México. Ha trabajado en Medio Oriente, Asia, Europa. Se documenta sobre las costumbres locales —“en algunos torneos se pide que el vestuario sea más discreto”— y también sobre los riesgos de salud o las temperaturas extremas. Habla de dengue, chikungunya, tsunamis o incendios con la naturalidad de quien sabe que la WTA no solo se juega en la cancha, sino también fuera de ella. “Hay que estar preparada para todo”, resume.
A lo largo de más de 25 años de trayectoria, Romero ha estado en casi todos los roles posibles del arbitraje. Y los recuerdos se acumulan como en un álbum de viajes: “Me tocó ser juez de línea en aquel partido de Agassi contra Sampras en el US Open… se terminó a las tres de la mañana. Fue increíble”. También ha estado en finales de Grand Slam, como la de Alcaraz este año. “Sabes que estás viendo historia”, dice con una sonrisa que se intuye más que se escucha.
Cristina Romero es, sin buscarlo, un ejemplo de esas figuras silenciosas que sostienen el deporte. No levanta trofeos, pero hace posible que existan. No sale en la foto del triunfo, pero sin ella, nada funcionaría. Y en un mundo donde las mujeres aún tienen que demostrar más de una vez lo que valen, su carrera es una lección de constancia, preparación y elegancia profesional.
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