Eclipse de Gol

Futbol-terapia para un mal día

Ola de calor en el noreste de Estados Unidos. Los 41 grados de sensación térmica aplastan a Nueva York y también su entusiasmo por el Mundial, que empezó ruidoso y juguetón hace un mes y se fue callando y aquietando de a poco, después de la eliminación de Estados Unidos, hasta casi evaporarse por completo. Caminé hoy por los alrededores de mi casa, cumpliendo trámites cotidianos (los rusos de la tintorería, la máquina multilingüe del banco, el chino indonesio de la tienda de abarrotes), y vi gente arrastrándose por las veredas, boqueando por aire fresco, con mapas de sudor manchándoles las camisas y los pantalones. Sus problemas eran mucho más urgentes que el Mundial, ese torneo que les resultó gracioso unos días y volvió a ser remoto e incomprensible después. Como tituló el New York Post, uno de los diarios populares de la ciudad, el día después de la eliminación contra Ghana: "Este deporte de todas maneras es estúpido", con seriedad pero también burlándose del entusiasmo que les habían generado Landon Donovan y sus compañeros en los días anteriores. El Mundial se nos está escurriendo entre los dedos a todos nosotros, pero de Nueva York, ciudad abochornada y deshidratada, ya se fue hace varios días.

Abochornado y deshidratado volví a mi casa, con la presión baja y rumiando un mal humor que no sabía de dónde venía: venía, me di cuenta después, de la inminencia de la Semifinal entre Alemania y España y de que no tenía nada de ganas de verla. En el restaurante donde desayuné, los meseros griegos venían a mi mesa y me preguntaban, uno atrás de otro: "¿Ey, qué pasó con Argentina? ¡Qué desastre!". Yo respondía con el mejor genio posible, pero en el fondo odiaba que me estuviera ocurriendo una cosa así: un problema importante de vivir el Mundial fuera de tu país es que siempre habrá extranjeros dispuestos a recordarte o preguntarte o (aún con la mejor intención) bromear por la eliminación de tu Selección.

Me senté en el sofá a la hora justa del partido. Normalmente me gusta ver la entrada de los equipos, la solemne y un poco sobreactuada ceremonia de los himnos y el dibujo con las alineaciones. Hoy no pude: me sentía como un niño malcriado que sólo hace lo que quiere y que se enoja con el mundo porque el mundo no está de acuerdo con él. Así pasé casi todo el partido: frunciendo el ceño, un poco avergonzado de mí mismo y supurando un veneno amargo e injustificable que todavía siento (aunque me he recuperado y ahora estoy de bastante mejor humor) en el fondo de la garganta.

Lo que quizás me puso de mejor humor fue el partido, que se jugó tan bien y con tan buenas intenciones que no hubo ninguna falta hasta el minuto 30. Alemania y España jugaban las Semifinales de la Copa del Mundo pero sin rendirse al lugar común de que estos partidos tan importantes se juegan a cara de perro, sin darle un centímetro al contrario y negándose a cualquier aventura que desbarate aunque sea por un momento el plan táctico original. España lo hizo mejor que Alemania: movió la pelota desde el primer minuto, con Xavi en el centro de un círculo con miles de radios por los que viajaban los pases cortitos de los españoles. Todos los jugadores españoles le daban la pelota al taciturno estratega del Barcelona, y el mismo taciturno estratega del Barcelona se las devolvía: cuando parecía que estos pases no servían para nada más que para irritar a los rivales y a los espectadores, el siguiente pase era una puñalada al primer toque detrás de la defensa alemana y un metro delante del compañero en velocidad.

El partido adquirió pronto el ritmo espeso y cadencioso que prefiere España. Alemania quería licuarlo y acelerarlo, pero no pudo hacerlo (y ni siquiera pareció verdaderamente intentarlo) hasta después del gol de Puyol, en el minuto 73. Un factor no menor para que esto ocurriera me parece que fue la cancha del estadio de Durban, donde el pasto parecía más largo y más blando que el de otros estadios sudafricanos: el partido se hizo más bovino que equino, y España, que tiene la paciencia infinita de las vacas, se fue sintiendo cada vez más cómoda.

Algo parecido me pasó a mí en casa, que con el correr de los minutos me fui rindiendo, como los alemanes, a la superioridad, el buen juego y la amabilidad del equipo español, que nunca o casi nunca se enoja o dice cosas fuera de lugar. Hay que ser muy necio, o estar realmente muy envenenado, o no tener realmente cariño por el futbol, para hinchar en contra de un equipo así. España se recuperó en este torneo del durísimo golpe inicial contra Suiza, y lo hizo de a poco, con los pasos (y los pases) cortos, temblequeantes e inseguros de un convaleciente: jugó más o menos contra Honduras, un poco mejor contra Chile, bastante bien contra Portugal y Paraguay y definitivamente bien esta tarde, en un partido ocurrido dónde, cómo y a la velocidad decidida por España. Fue como si los españoles les hubieran lavado el cerebro a los alemanes, que jugaron razonablemente bien por momentos pero siempre dentro del paradigma del juego corto y estático (sin transiciones rápidas) propuesto por los hombrecitos vestidos de rojo.

Una parte de mí, sin embargo, aún deseaba que ganara Alemania. Era mi corazoncito de argentino derrotado, que quería la posibilidad de decir: nos fuimos del Mundial humillados y antes de tiempo, pero por lo menos nos humilló el campeón. Ahora no nos queda ni siquiera eso: la de Alemania de hoy mostró la edad real de sus futbolistas (fueron el semifinalista más joven desde 1950), que respetaron mucho y apenas pusieron en cuestión la enorme madurez de los jugadores españoles.

El trote de Özil, majestuoso en otras ocasiones, hoy pareció indolente, como si sintiera que su equipo no lo necesitaba. Schweinsteiger volvió a ser un león y una fábrica, el único de su equipo que parecía poseído por el espíritu indomable e industrial de sus ancestros compatriotas futbolísticos. Esta Alemania se renovó para ser una nueva Alemania, más flexible, joven y aventurera. Quizás se renovó demasiado y se olvidó de la vieja Alemania, que sabía cómo dar vuelta y torcer el rumbo de los partidos que se le presentaban mal barajados. Hoy, la Alemania vieja habría sido para España un rival mucho más difícil que esta Alemania nueva y domesticada.

Visto el partido, escrita la crónica y agradecido el susurro del aire acondicionado, me doy cuenta de que me he puesto de mucho mejor humor, y de que la fiesta del Mundial bien vale la pena la energía de los aficionados adultos cuando controlamos nuestros niños caprichosos interiores. Siempre lo supe (Argentina lleva veinte años sin Semifinales: estoy bastante acostumbrado a ver los partidos decisivos con indiferencia patriótica), pero en cada Mundial vuelvo a olvidarme y a aprenderlo otra vez: me dejo atrapar por el dolor o la bronca, insulto a los dioses de la FIFA por mi miseria y sólo después de unos días logro reconciliarme con el futbol, su magia y su encanto. Hoy ha sido uno de esos días.

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