Eclipse de Gol

Regreso al mundo de los mortales

Llevo media hora turulato, sentado frente a esta página virtual en blanco, sin saber qué escribir o qué decir. Empiezo entonces diciendo esto mismo: no sé qué decir ni qué escribir, porque me atenazan dos sensaciones contrapuestas. Por un lado está la tristeza y la decepción que me produce la eliminación de Argentina: una enorme bola negra de amargura en el pecho apenas interrumpida por una pequeña lucecita de consuelo, que dice "Brasil 2014".

Es una recompensa mínima y pusilánime la de ponerse a pensar hoy en el próximo Mundial, pero no sé si tengo alguna otra a mano: la derrota de Argentina ha sido tan clara y tan completa, desde el principio al fin del partido (con un corto intervalo en los primeros minutos del segundo tiempo) que es difícil encontrar triquiñuelas retóricas para decir que, si las cosas hubieran sido sólo un poco distintas, quizás el rumbo del partido habría sido otro. No hay (o no siento que haya habido) nada de eso: muchísimas cosas de este partido habrían tenido que ser distintas para que Alemania no nos gobernara o no nos sometiera como nos gobernó y nos sometió.

Además de la amargura y los suspiros inexplicables que se me escapan cada tanto (estoy solo en casa, sin nadie con quien compartir o esconderle mi desánimo), la otra sensación que opera en sentido contrario y me dificulta encontrar palabras que escribir es la incómoda sensación de haber temido que algo así podía ocurrir. "Eclipse de Gol" mostró el viernes su escepticismo sobre el mediocampo argentino y hoy, sin reclamar ninguna medalla como pronosticador (de hecho, sólo acerté uno de mis cuatro predicciones del jueves), el partido siguió bastante ese patrón: la soledad de Mascherano, como un cowboy sin caballo en medio de la llanura, y la incomodidad a sus costados de Di María y Maxi Rodríguez, dos jugadores programados genéticamente para hacer cosas distintas a las que el técnico les pidió que hicieran hoy. (El técnico les había pedido lo mismo contra México y tampoco habían funcionado, pero la dinámica insólita e impredecible de aquel partido cambió todo.)

Por eso no quiero escribir estas cosas: no quiero buscar explicaciones, porque es demasiado temprano –las heridas están demasiado crudas, las hormonas demasiado a cargo de la cabina de mando– como para buscar explicaciones y racionalizar algo que quizás pueda ser racionalizado, pero no todavía. Ahora quiero doler y sobreactuar mi dolor, que es genuino pero también teatral. Intentaré, por otra parte, no recordar las miles de horas que desperdicié en estos últimos cuatro años de mi vida, analizándome y esperanzándome con cada mínimo detalle del avance o retroceso de Argentina en su camino al Mundial: cuatro años de entomología futbolística súbitamente inservibles, arruinados por la falta de un final feliz o mínimamente épico. ¿Qué hacer con todo aquello? Es tan brutal la nitidez de la derrota (no hay revanchas ni apelaciones ni trucos interpretativos: las eliminaciones son así) que uno se queda un poco dando vueltas: duele tanto haber perdido como la impotencia de no poder hacer nada. Aquella mínima luz en la bola negra del pecho: mil quinientos días para el próximo Mundial.

Con cada párrafo nuevo, vuelve la tentación de explicar el partido con más detalle. A veces no puedo evitarlo: el puñetazo del gol tempranero, que nos dejó inmóviles; el tímido Özil jugando al trotecito, sin perder ni una pelota pero sin arriesgar tampoco; Messi activo pero solo, confiando demasiado en sí mismo; Alemania fresca y guionada y en control, contra una Argentina espesa, improvisadora y perdida. Los espíritus de ambos equipos, reflejados en el espejo de los que para mí son sus jugadores paradigmáticos: la energía conmovedora pero anárquica de Carlitos Tévez contra la energía conmovedora e industrial de Bastian Schweinsteiger, que conquistó el mediocampo en el minuto uno y no abdicó de él hasta el minuto final.

Pero debo dejarlo: debo dejar este ejercicio de pensar demasiado, porque sé que si sigo así, dentro de dos o tres párrafos empezaré a criticar a Maradona, y no quiero hacerlo. Por lo menos no todavía: Diego ha tenido un Mundial hermoso como personaje, disfrutando del escenario, irradiando (casi siempre) sensaciones positivas y convirtiéndose en uno de los protagonistas más atractivos y encantadores del torneo; no sé si su Mundial como entrenador ha sido igual de hermoso, pero estoy demasiado confundido todavía como para tenerlo claro. Además, no es elegante ni de caballeros echar culpas o levantar el dedo acusador cuando han pasado tan pocas horas. "Comedia es: tragedia más tiempo", le explicaba un pedante Alan Alda a un tímido Woody Allen en "Crímenes y pecados". Falta tiempo entonces para hacer comedia con Argentina (para los argentinos; los no argentinos pueden, por supuesto, hacer lo que quieran), pero siento también que falta tiempo para poder hacer tragedia.

Grité muy poco en el partido de Argentina: el gol en el minuto dos y el lento despertar de mis compatriotas me generaban un tipo de nervios más cercanos a la mudez y la posición fetal que a los saltos y los alaridos. En el segundo partido del día, mis nervios fueron completamente distintos, y fueron absolutamente dominados por saltos y alaridos. El cuerpo me indicó que debía hinchar por Paraguay, invalidando la decisión de mi cerebro, que había argumentado una posición favorable para España. (Mi cerebro y yo nunca habíamos hinchado por España, pero el cinismo y los festejos argentinos después de su debut contra Suiza nos habían hechos cambiar de opinión.)

En dos minutos me quedé afónico: penal para Paraguay, patea Cardozo pero ataja Casillas; penal para España, lo mete Xabi Alonso pero hay que repetir; y patea Xabi Alonso pero ataja Villar, que en el rebote le hace otro penal a Fábregas pero el árbitro no lo pita. Pasado el temblor, me descubrí a mí mismo jadeante y transpirado (hoy hizo mucho calor) y de pie sobre el sofá, con los puños contra el techo, un poco avergonzado y súbitamente consciente de mi reacción exagerada. Un amigo colombiano que había venido a ver el partido (no el resentido del otro día, sino otro) me miró con sorpresa y decepción, como si acabara de descubrir un costado oculto de mi personalidad.

Peleamos los paraguayos (y los falsos paraguayos) pero finalmente ocurrió lo que tenía que ocurrir: el dique se agrietó hasta rendirse y abrirle el paso al río caudaloso del futbol español, que le cuesta abrir a sus rivales enlatados pero siempre lo merece y a veces lo consigue. Si a uno le importa la salud del futbol como deporte global, si a uno le interesa que los mejores equipos avancen y los desagradables pierdan, entonces uno tiene que estar contento con la victoria de España. Tiene problemas de fluidez y a veces parece demasiado enamorada de su estilo, como si en cada uno de sus miles de pases cortos nos estuvieran diciendo a nosotros, los televidentes, "mira qué bien juego". Pero su propuesta es de las más generosas y honestas del Mundial.

Termino rápido porque me espera un viaje de cuatro horas en autobús, donde lloraré en silencio y entre extraños (y sin Internet) mi regreso al triste mundo de los mortales, aquellos seres humanos cuyos países han sido eliminados del Mundial. Ya no pertenezco a ninguna aristocracia. Esta mañana, mis vecinos escoceses e irlandeses me saludaron como a un miembro de la nobleza futbolística: me preguntaron cómo veía el partido y les respondí fingiendo un optimismo que no sentía. Cuando compré mi café en el deli de la esquina, el empleado hondureño me hizo la misma consulta y yo volví a sonreír y a responder con cortesía, como una estrella de cine sorprendida en una situación cotidiana.

Ya no habrá más de todo eso. Me quedará mi obsesión por el Mundial y la rutina nunca demasiado higiénica de lamerme las heridas por la derrota. Miraré las Semifinales y me costará no pensar que la camiseta negra o blanca de Alemania podría ser la camiseta celeste y blanca o azul marino de Argentina. Como me dijo un amigo hace un rato por teléfono: "Por lo menos perdió Brasil".

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