
Pasión y herencia
Siempre tuve la ilusión de transmitirle a mi hijo el amor por una casaca y unos colores, la lealtad a una bandera y la fidelidad a una institución. A los veinticinco años, cuando el cuerpo aún presenta el resplandor de la juventud y empieza a vivir los síntomas de la madurez absoluta, yo era un joven ambicioso y soñador, de esos que luchan día a día por ser mejores seres humanos. Mi vida transcurría sin mayores contratiempos; desde hace un año estaba felizmente casado y la labor que desempeñaba en una casa editorial me daba lo suficiente para tener una existencia desahogada. Sin lujos, pero con ciertas comodidades. La fecha de la inesperada noticia, por sorpresiva mas no por indeseable, la recuerdo muy bien, diez de septiembre de 1990. En aquella ocasión, abrí la puerta como de costumbre, y de inmediato me encontré con el rostro de mi mujer. Había algo extraño en ella. Sus ojos lucían una rara mezcla de emoción y nerviosismo. Me estaba preparando para preguntarle qué sucedía, cuando llevó su mano derecha a mi boca con la intención de impedir que hablara, me miró emocionada y me anunció que en unos cuantos meses el tamaño de la familia se incrementaría. Cualquier posible preocupación propia de la responsabilidad de criar a un niño se vio opacada por el inenarrable jubilo que inundo mi corazón. Una vez que la calma volvió a presentarse dio inicio el extenuante proceso de planeación. Ella, mi esposa, pensaba en cómo transformar el estudio en una habitación acogedora para nuestro vástago, que, si la naturaleza no nos jugaba una mala pasada, nacería en junio siguiente. Yo, mientras tanto, pensaba infantilmente en comprarle su primer uniforme de futbol, del equipo de mis amores, claro está. Pero... ¿Y si era niña? Ni hablar, se lo pondría de todas formas. La naturaleza no me permitió convertir a una hija en aficionada al balompié, pues llegado el día tuve en mis manos a mi primer y único heredero.
Tuvieron que pasar tres años para que Arturo, mi hijo, acudiera por primera vez al estadio, aunque ya desde antes había tenido cierto contacto con la pelota y con el ambiente propio de los escenarios deportivos. Y cómo no, si me encargué de dotarlo de diferentes juguetes futbolísticos y gritaba como loco cada que un delantero de mi escuadra preferida fallaba frente al marco, lo cual se volvió bastante común durante los primeros años de vida de mi primogénito. Los dos acudimos ataviados con los colores de rigor. Su playera lucía impecable y el tardó más en acomodarse en mis piernas que en ser víctima de Morfeo. Para ser honesto, fue lo que debimos hacer todos los que acudimos a presenciar la confrontación; el juego fue verdaderamente desastroso, sin embargo, la ilusión de recuperar la grandeza perdida nos mantuvo inútilmente despiertos. ¿Resultado final? Derrota de tres goles a uno. Al despertar, mostró cierta expresión de curiosidad, como si quisiera preguntarme qué se había perdido. Supongo que lo adivinó, ya que se mantuvo tranquilo a lo largo del viaje de regreso y permitió que me encerrara en el dolor del tropiezo.
Conforme fue creciendo, la asistencia al estadio se volvió una costumbre. Durante poco más de trece años, él siguió mi ejemplo y adoptó a mi equipo como el suyo. En las pocas ocasiones en las que llegó a poner en tela de juicio la calidad del cuadro poseedor de mi alma, me limitaba a recordarle viejas proezas para ubicarlo en su sitio. No sé si por convencimiento o por simple cansancio, pero terminaba aceptándolo. Un buen día, la rebeldía marcó una diferencia significativa entre mis deseos y los de mi hijo. Fue un domingo a las diez de la mañana. Toqué la puerta de su dormitorio y espere que saliera listo para asistir a nuestra tradicional misa dominical, que en vez de tener a santos y monaguillos como protagonistas tenía a la pelota y a veintidós jugadores. Pasé un par de minutos afuera sin recibir respuesta. Lo atribuí al cansancio que pudo haberle ocasionado el salir la noche anterior, por lo que animadamente moví el cerrojo, ingrese a su habitación y me acerque a su cama. Mi sorpresa fue mayúscula cuando observé que estaba despierto y con cara de fastidio. Tardé cuestión de segundos en invitarlo a que se levantara, pero él mantenía esa pose indiferente y arrogante. La terquedad de mi insistencia tuvo un costo muy alto. No me habló molesto ni de forma grosera, por el contrario, lo hizo con la tranquilidad de quien se sabe propietario de la razón. Inició su breve discurso realizando un recuentro sobre los continuos fracasos de “nuestro” equipo. Como respuesta obtuvo el ya muy gastado recurso de recordar las maravillosas alegrías del pasado. Arturo esperó pacientemente a que terminará mi monólogo y ganó la batalla con un solo comentario: “Estoy cansado de apoyar algo que nunca me ha dado una sola satisfacción. Tú hablas de logros e historia, pero yo llevó catorce años intentando asociar tus palabras con la realidad visible sobre la cancha, y lo único que obtengo son las burlas de mis compañeros. Ve tú al estadio, papá, déjate llevar por la magia de los recuerdos que aún están en tu memoria, mas no me pidas que yo haga lo mismo. No tengo un sólo motivo para pensar que algún día triunfaremos, no tengo manera de relacionar el aroma de la victoria con una institución que alimenta la esperanza sólo en época de contrataciones y promesas. En donde tú ves historia y prestigio yo veo fracaso y desolación”. Asimilé rápidamente sus palabras. Lo dejé sin decirle nada y me fui directo al estadio, donde el aire y el aroma que se respiraba terminaron confirmándome que sí, que urgía el renacimiento, pues las nuevas generaciones se guían por paradigmas actuales. Los mayores, como yo, podemos decir lo que sea, pero es el balón el que se encarga de captar o disminuir el número de aficionados de un equipo de futbol.
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