Columna de Vanessa Romero

El rudo, el rudo y el Atlante

Hace poco más de una semana perdimos a un grande; a un gigante galopante: Arturo “el Rudo” Rivera. Entre las tantas —tantísimas— personas que acudieron a despedirse del icónico narrador de lucha libre mexicana estuvo la porra de su equipo: la Tito Tepito, la hinchada del Atlante.

Amenazaban con caer —como aboneros en quincena— a las doce de la noche de aquel lamentable día y los Rivera se disponían a cerrar la sala de velación a la que regresarían horas más tarde para dar el adiós final a su genearca. Personal de seguridad de la agencia funeraria comunicó a Arturo, hijo mayor del irreverente comentarista: Está afuera la porra del Atlante, quieren despedirse del Rudo. Prometen comportarse.

¿Comportarse? ¡Qué va! La hinchada Atlantista no solo actúo educada y correctamente; los aficionados rindieron honor, a pie juntillas, a la grandeza y medida del compañero que partía. Depositaron junto al Rudo, en lugar de aburridas y ordinarias flores, una bandera casi monumental con los preciosos colores azulgrana. —Es un banderón, dijo emocionado el hijo del narrador. —Y le queda chica, replicó el líder de la porra del Equipo del Pueblo.

Lo sucedido, visto en perspectiva, es tremendamente Atlantista; casi un sello de la casa. Voy despacio. Cuando uno piensa en equipos con poca afición, como el Atlante, necesariamente habrá de rascarse la cabeza y formularse dos tipos de preguntas. La primera sobre el origen de su hinchada. La segunda acerca de su persistencia, su obstinación.

Las preguntas de la primera clase llegan con algo de asombro y suelen formularse, más o menos, en los siguientes términos: ¿quién, en su sano juicio, siente inclinación por un equipo que no gana? O sin eufemismos, ¿quién, en sus cinco sentidos, decide apasionarse por un equipo que pierde? El halo de misterio que rodea esta duda se ensombrece aún más si consideramos el escenario particular de un equipo como el Atlante: uno que parece hechizar a directivas obstinadas en destruirlo, un club sin arraigo, sin estadio, sin sede.

La interrogante no es cosa menor. Es quizás la más fundamental y profunda que uno le puede hacer a un aficionado ¿por qué eres (sí, el verbo es ser) de tal o cual equipo? ¿de dónde (o de quién) nace tu afición? Cuestionamientos que llevan a un hincha a sus primeras memorias del tiempo en que creó afición. Su primera playera, su primer partido, su primer grito de gol. Aquel momento en que Raulito, libremente, ante la profunda convicción de su padre de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen, descubrió ser de Huracán ¡De Huracán!

Ya convencidos —o resignados— a las respuestas para la primera pregunta, nuestra racionalidad vuelve a despertarnos por la noche, a levantar una ceja con intriga. Le toca comprender que un equipo como los Potros de Hierro, que ha descendido a segunda división en cuatro ocasiones, volátil, con problemas legales, no solo tiene afición: la conserva. Porque sabrán los conocedores —y si no lo son, sépanlo— que no estamos hablando de un equipo con una mala racha. No, señor. La hinchada Atlantista no solo ha visto a su equipo perder, perder y volver a perder. Un legado algo diferente al que imaginaba Luis Aragonés. Además, a la afición azulgrana le han arrebatado a su equipo de sede en múltiples ocasiones. Si bien el equipo regresó un par de veces a la Ciudad de México, lo intentaron localizar en Querétaro, en Nezahualcóyotl y finalmente en Cancún en 2007. Figúrese usted ¡Un potro en el Caribe!

Los malabares (físicos, éticos y argumentativos) que toca hacer para mantenerse leal a un equipo que ha jugado buena parte de su historia en la segunda división —viejos tiempos en que las cosas eran llamadas por su nombre— requiere precisamente lo que caracteriza al Atlante y a su afición. Necesita de lealtad feroz, exige ser partidarios de la adversidad, llevar la constancia como bandera. Como si lo anterior no fuera suficiente, Don Arturo Monroy, hijo del fundador y hoy dirigente de la Tito Tepito, me indica un requisito adicional: personajes afables y queridos como el Rudo —que sin vergüenza ni empacho— reconozcan públicamente su afición por el equipo. Son ellos quienes, en sus palabras, mantienen vigente al club, prolongan su nombre en el discurso público. Se montan a la lista otros inolvidables Atlantistas: Toño de Valdez, Rafa Puente, Jorge Pérez Rueda, Esteban Arce, Heriberto Murrieta, entre otros.

Aquello que Arturo Monroy llama vigencia, ese trozo de salvación que el Rudo le brindó al Atlante con su pasión, hoy regresa a él como retribución, como un bumerán volviendo presuroso a su lugar de origen, como un Potro fiel. Hoy, junto a varios miles más, la Tito Tepito recuerda al buen Rudo evitando así que se desvanezca.

Hace dos años, luego de trece de lealtad distante, los Potros de Hierro han regresado a la CDMX a jugar la Liga de Expansión. Sus fieles, aquí siguen. Los Prietitos vuelven para jugar en el Estadio Azulgrana en la Ciudad de México con la vista fija al frente: a partir de 2023 podrán cabalgar hacia el ascenso. Trotar, con las mismas palabras que Arturo Monroy describe al Rudo: raudo y veloz hacia la victoria. Potros de Hierro leales y desbocados hacia el frente como Arturo “el Rudo” Rivera. Porque el que nace Atlantista, muere Atlantista.

Sacheri Eduardo. (2013). La vida que pensamos. Cuentos de fútbol (pp. 42-50). Alfaguara

Vanessa Romero Rocha: Es abogada. Estudió la licenciatura y maestría en Derecho en la Escuela Libre de Derecho, así como una maestría en la University College London. Escribe sobre derecho, género y deportes. Ha publicado en Porrúa sobre cuotas de género y la igualdad en México.


  • Vanessa Romero
MÁS OPINIONES